sábado, 20 de septiembre de 2008

Anguila




La tormenta nos sorprendió cerca de Anguila, así que anclamos en la isla de Sandy, en una pequeña cala al refugio de los elementos... y del comandante inglés. El territorio no estaba muy poblado, pero había una considerable guarnición en el fortín británico de The Valley y quizás algún barco de su graciosa majestad en las proximidades. Ya llevábamos casi 15 días sin avistar barco alguno al que abordar y, para colmo, nuestras provisiones estaban casi agotadas, incluído el ron. Sin embargo, no nos faltaba el agua, recogida de la abundante lluvia caída en estos últimos días. La isla de Sandy estaba deshabitada y, aunque cubierta en gran parte por la vegetación propia de estas regiones subtropicales, escaseaba en árboles frutales y en animales, si exceptuamos algunas aves marinas, lagartos e insectos. De todas formas y debido a la tormenta (que por suerte no había llegado a convertirse en huracán), no teníamos mucho donde elegir: o atracar en la cala y esperar a que el temporal amainase, o arriesgarnos a ir a pique. Por fortuna, aquello no duraría mucho tiempo y en algunos días podríamos acercarnos a The Valley, eso sí, fondeando fuera del puerto para no ser detectados, pues las cabezas de varios de mis hombres tenían precio por estos lugares y al gobernador no le vendría nada mal apuntarse la captura y ahorcamiento de algunos bucaneros.


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Me la crucé bajando los escalones de la tienda de abastecimiento de Pierre, el belga tuerto. Uno de los paquetes se le cayó y fue a pararse justo en mi bota. Me agaché para recogerlo y al levantarme fue cuando me encontré con su rostro casi pegado al mío, nariz con nariz, sus labios dibujando una tenue sonrisa, su mirada obscura, grande y redonda, su largo pelo negro y liso, su piel blanca, su olor a lima y a canela... "Gracias, caballero..." Su voz sonó cristalina, pequeña, íntima.
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Mis hombres esperaban nuestra vuelta al barco con los víveres. Nuestra ley prohibe subir a bordo con mujeres y yo soy el primero que debo dar ejemplo. Nunca olvidaré sus besos, sus caricias, sus bellas palabras, su tacto inquietantemente frío; quizás, algún día, el destino quiera que volvamos a vernos y entonces pudiese ofrecerle algo mejor que una vida de piratería, llena de pendencias y borracheras, de persecución e inseguridad... si es que no me ha olvidado para entonces ¡por las pinzas de mil cangrejos venenosos! ¡Darby McGraw*, trae pa cá el ron que hoy la voy a cojé mortá! A ver si así la olvido (que no, que yo sé que es peor)


* He rebautizado al escribiente lechuguino así para poder pedirle el ron como Flint.

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