lunes, 29 de septiembre de 2008

Cádiz

Llegamos enarbolando bandera francesa. Había ordenado a mis hombres que baldearan la cubierta y que cambiasen sus ropas por otras que habíamos encontrado en unos baúles arrebatados a un mercante francés, debajo de las cuales habíamos encontrado la valija del gobernador de Martinica y una buena cantidad de barras de oro, destinadas, sin duda, al soborno de algún alto cargo cuyas influencias mantendrían al gobernador en tan privilegiado cargo y enriquecerían aún más al presunto hombre influyente. Por desgracia, no llevaban nada de ron a bordo, malditos franchutes: sólo un afeminante pastis y algunos tintos bordeleses en el camarote del capitán, más propios de la mesa de un delicado pitiminí que de una tripulación de aguerridos bucaneros. De todas formas, a mi loro Felipe le gustó el pastis y dió buena cuenta de él a lo largo
de los meses siguientes (siempre sospeché de los "prontos raritos" de este loro).
Anclaríamos al final del muelle y, vestidos como marinos franceses, yo y seis o siete de los míos que saben francés y algo de español (aunque la gente de estos lugares habla con un acento extraño, omitiendo muchas letras y con una velocidad de todos los diablos) bajaríamos a tierra. Nuestro objetivo era obtener información acerca de un cargamento de barricas de Sherry, por parte de unos genoveses, con destino a Bristol:


lo interceptaríamos y negociaríamos el vino con los traficantes ilegales, que pagarían gustosos un "precio razonable" con tal de eludir los impuestos con los que el ministro de finanzas de su Graciosa Majestad gravaba este tipo de mercancías, sobre todo en estos tiempos de inestabilidad política, donde una guerra puede surgir en cualquier momento y los contendientes lo mismo pueden encontrase en un bando, tan pronto estar luchando en el otro contra sus antiguos aliados, ahora enemigos.

Las estrechas calles de Cádiz estaban llenas de gente. La ciudad vivía un momento de esplendor, por el trasiego de personas y mercancias camino de Canarias primero y a América después. Su puerto presentaba una enorme actividad y numerosos almacenes y vendedores de cualquier cosa, salpicaban los alrededores. La taberna en cuestión estaba entrando en una calleja frente al Paseo del Perejil*, entre el Castillo de Santa Catalina y el Baluarte de la Candelaria. No nos costó mucho encontrarla, la gente de estas tierras es amable y abierta y no tardamos en dar con un muchacho, de tez morena y pelo enmarañado, que nos acompañaría hasta la misma puerta a cambio de algunas monedas de cobre. El lugar estaba repleto; alrededor de las mesas se sentaba una multitud ruidosa y variopinta, marineros y pescadores que cerraban sus tratos entre tragos de vino y aguardiente, mezclados con otros parroquianos, seguramente lugareños, que reunidos en corro, batían palmas y jaleaban a uno que había roto a bailar en medio de ellos, con una extraña danza enrevesada y de diabólico ritmo, mientras otro cantaba dando voces y gemidos ininteligibles, animando al que bailaba. Los genoveses deberían ser, sin duda, unos tipos que había en el fondo de la estancia, en una especie de reservado; sus maneras y ropajes les delataban fácilmente.



Ella estaba sentada en un ricón, sola y como queriendo participar de la alegría de los parroquianos, pero sin atreverse, en primer lugar por su condición de mujer y en segundo, por ser extranjera. Tenía los ojos del color del cielo en los días claros de inviermo y el pelo como el maíz maduro. Si pudiérais verla, no dudaríais en afirmar conmigo que ni la más hermosa efigie de una emperatriz, grabada en la más rica medalla del más precioso metal y por el mejor orfebre del mundo, alcanzaría tal belleza y finura de facciones. Pensé que sería belga u holandesa -flamenca al fin-por sus facciones, pero muy bien podría ser de cualquier otro país nórdico o germano.Yo la observaba ensimismado, como el que mira a una diosa, cuando su mirada se cruzó fugazmente con la mía; una sonrisa se le escapó que me hizo levantarme y acercarme hasta ella. No pude resistirme: tomé mi jarra y avancé derecho hacia su mesa, sorteando banquetas y gente sin llegar a tropezar con ninguno, tal era la determinación y seguridad que me asistían.
Ella me invitó a sentarme con un gesto, y hasta creo que se ruborizó un tanto. Hice una pequeña reverencia de agradecimiento y tomé asiento. Nos mirábamos fijamente, profundizando el uno en el otro al tiempo que tomábamos pequeños sorbos de nuestras bebidas, cortos para no interrumpir tan emocionante momento. Tras unos instantes así, yo le tomé la mano, pequeña y de delgados dedos, casi la mano de una niña, y, con delicadeza y sumo cuidado, se la besé.

Al amanecer, mis hombres me esperaban a bordo del Huracán desde la tarde/noche anterior. Al verme enredado en asuntos de faldas, pagaron la consumición y se fueron de regreso al barco sin despedirse. Me sabía mal; yo, su capitán, les había dejado por una mujer, cuando todos habíamos desembarcado juntos con un mismo objetivo y, por tanto, juntos deberíamos haber vuelto. Al embarcar, todos me estaban aguardando en cubierta, expectantes y silenciosos, deseosos de que les explicara algo sobre el cargamento de Sherry. Los miré con ternura, la ternura que produce el haber pasado la noche con una hermosa mujer a la que, probablemente, jamás volvería a ver. Mi tripulación, los más fieles... ¡Levad el ancla! ¡Timonel, a la maniobra! ¡desplegad velas! ¡vamos, atajo de gandules, u os haré cocer en vino de Galiza ...!.
Cádiz se fue quedando atrás. Desde mi camarote podía distiguir las torres de vigía y la cúpula de la catedral sobre la abigarrada tejadesca. El día era gris y nuboso, triste para hacerse a la mar. Alguien tocó a la puerta; era mi segundo, Peter O'Teo ":
- Capitán, los hombres están algo inquietos; preguntan por el cargamento de Sherry y el por qué de haber abandonado puerto sin saber los motivos.
- Pete, viejo amigo, siéntate y toma un trago conmigo. Anoche recogí toda la información que necesitábamos para realizar el abordaje con éxito: la hora en que el mercante zarparía, su carga exacta y el valor de ésta en el mercado. Incluso tuve acceso a los documentos y contratos de la transacción.
- entonces, capitán, ¿por qué hemos levado anclas y zarpado, en vez de planear el momento del abordaje? o ¿es que acaso tenéis pensada ya alguna estratagema ?
- no, mi fiel Pete. No abordaremos ningún mercante.¿Recuerdas a la mujer de la taberna?
- por supuesto, capitán: yo también me hubiese enamorado de ella perdidamente.
- la mercancía era suya ¡por todas las pirañas del Orinoco!... ¡fetch aft the rum, leches!



*actualmente, el paseo del Parque Genovés.

3 comentarios:

Jaime Garcigonzález dijo...

Traidor,inconfeso y mártir...¿y la loza, íhaaaa?

El Ratón Tintero. dijo...

Me confieso profundamente enamorada de Cádiz.
Si no fuera sevillana, me hubiera gustado ser gaditana, sin dudas.

Tomás Ingelmo dijo...

Iba a editarlo con algunas notas,sobre todo históricas, pero me pareció demasiado largo. De todas formas, volveremos a Cádiz y lo que no he editado, probablemente lo haga más adelante; creo que hay cosas interesantes.
Y entre Sevillana y Gaditana...¡ojú!